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Europa en llamas:

 El rastro de la crisis climática.

Escritor: El Tejedor de Sueños Felino 


"El verano en Europa no era un verano; era un recuerdo de un verano que se había desvanecido."


El lamento de los antiguos ríos. No era un incendio, sino una profecía que se cumplía al pie de la letra. Los abuelos, los que habían vivido los inviernos de nieve y los veranos de agua dulce, lo habían advertido. Habían dicho que el sol, un día, se levantaría con la ira de un dios olvidado y que el viento caliente traería el olor de un entierro. Las ciudades, construidas sobre huesos de dragones extintos, temblaban al paso de un fuego que no se detenía ante nada. En las plazas, la gente se abrazaba, no por consuelo, sino para sentir el pulso de una humanidad que se extinguía, mientras los campanarios de las iglesias derretían su plomo en un río de lágrimas metálicas.

El vuelo de las mariposas de ceniza. Las mariposas, que una vez habían sido de colores, ahora volaban como fantasmas. Sus alas eran delgadas y frágiles, hechas de ceniza y de humo. Aterrizaban en las ventanas de las casas, dejando un rastro oscuro, como si la noche hubiera dejado su huella en el día. En las calles, los niños, con rostros cubiertos de hollín, perseguían a las mariposas, creyendo que eran los espíritus de un mundo que ya no existía. Las noticias de DW y Reuters hablaban de una pérdida de 98.000 hectáreas, pero no mencionaban el vuelo de las mariposas, ni la extraña belleza de la destrucción, ni la forma en que los árboles caídos, en su agonía, formaban figuras de seres humanos que se abrazaban antes de desvanecerse en el aire.

La casa de los sueños perdidos. En los sueños de los europeos, la lluvia caía sin cesar. No era una lluvia de agua, sino de recuerdos. Cada gota era un recuerdo de un verano fresco, de un paseo por un bosque, del olor a tierra mojada. Los sueños se volvieron más reales que la realidad, y la gente se despertaba con los ojos empapados, no por el sudor de la noche, sino por la nostalgia de un mundo que se les había escapado de las manos. En las casas abandonadas, el fuego entraba con la delicadeza de un invitado no deseado, lamiendo los muebles, consumiendo los retratos de los abuelos, borrando la historia de las paredes. Y en el silencio de la destrucción, se escuchaba un lamento: el lamento de una casa que había perdido sus sueños.

El rostro de la resignación. La soledad del hombre en medio del fuego no era una soledad de un solo hombre, era la soledad de todo un continente. En las ciudades que aún no habían sido consumidas, la gente miraba los cielos rojizos con la resignación de los que han visto el fin del mundo. No había gritos, no había lamentos, solo un profundo silencio que se extendía de un país a otro. Los reporteros hablaban de un "escenario apocalíptico", pero en la quietud de la mente, sabía que el apocalipsis no era el final, sino el inicio de una nueva forma de existencia, una existencia sin recuerdos, sin historia, sin futuro. En los ojos de los hombres y mujeres, se reflejaba la luz de un sol que nunca había sido tan brillante, y un fuego que nunca había sido tan sombrío. Y en ese reflejo, se podía ver el rostro de la nada, el rostro de una Europa que se había convertido en un sueño que nadie quería soñar.