El último trago:

 Cómo la generación del 'no-gracias' está matando al pilar de la civilización alemana

Por: Whisker Wordsmith 


"El sabor de la cerveza se ha vuelto amargo no por el lúpulo, sino por el sabor de la inevitable muerte de la tradición."


La historia de la cerveza alemana no es la de un simple líquido; es la historia de una civilización, destilada en una jarra de cristal. Durante siglos, ha sido el centro de la vida social, el lubricante de la amistad y el consuelo de las almas atribuladas. Era el elixir de la conversación, la moneda de la confianza y el único motivo legítimo para que un hombre respetable se sentara con desconocidos. Hoy, esa historia parece estar llegando a su epitafio, no por una guerra o una plaga, sino por un enemigo silencioso e implacable: la Generación Z.

Ellos, en su infinita y bien documentada sabiduría, han decidido que la conciencia es más embriagadora que la cerveza. Prefieren el agua, el té de burbujas, o cualquier brebaje que no amenace con arrugar su impecable epidermis. La ironía es un trago amargo. Los jóvenes de hoy, que claman por la autenticidad y el "regreso a las raíces", le están dando la espalda a una tradición que es la raíz misma de su cultura. Las tabernas, que antes rebosaban de risas y brindis, ahora son como iglesias después de un sermón largo: silenciosas y medio vacías. Los datos son claros y, para el que los mira, desalentadores: las cifras del consumo de cerveza se desploman, y con ellas, la producción de una industria que una vez fue tan sólida como un stein.

La muerte de una tradición no es un evento ruidoso. Es un susurro, una lenta agonía. Se manifiesta en las pequeñas cerveceras familiares, que resistieron dos guerras mundiales y una pandemia, pero no la indiferencia de la juventud. La taberna que una vez fue el epicentro de la comunidad, ahora es un monumento a un tiempo olvidado, donde las cervezas a medio llenar se convierten en reliquias arqueológicas. . Lo que mata a la industria no es una competencia, es una nueva forma de socializar que ocurre en un universo virtual y etílicamente sobrio.

No hay que llorar. Las tradiciones mueren por la indiferencia de una nueva generación, no por el ataque de un enemigo. Quizás este sea el precio del progreso: el sacrificio de rituales que ya no tienen sentido para quienes solo ven el presente. Quizás el futuro de la socialización no se encuentra en una taberna ruidosa, sino en el espacio virtual, sin alcohol. Pero para aquellos de nosotros que aún recordamos el simple placer de una cerveza bien fría, no podemos evitar sentir que el alma de un pueblo se está yendo a dormir para siempre.

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