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El Silencio entre las Notas:

 De Músicas Inauditas y el Crujido Interno de un Cerebro Ausente

Por: Dra. Íntima "La Consejera" Piel

La respuesta al chocolate o a la caricia de la piel sí existe, pero la respuesta a la sinfonía, no.


La música suena. El bar está lleno y la gente mueve la cabeza, los pies. Es un hecho simple. Un hombre, sentado en una esquina, toma un café. Las vibraciones entran por sus oídos, un torrente de sonidos que se ordenan en melodías y ritmos, en armonía. Pero no llegan a ningún sitio. No hay alegría en la nota aguda del piano, no hay tristeza en el lamento profundo del violonchelo. Es solo ruido. Una corriente de datos sensoriales que se disuelve en el vacío de su conciencia. Nada se levanta dentro de él, ninguna respuesta, ningún eco. El corazón no se acelera ante el clímax de una sinfonía. Los recuerdos no fluyen como un río impetuoso al escuchar una vieja canción de la adolescencia. La música simplemente es, sin significado. Una extraña pared de cristal se alza entre él y la emoción que los otros sienten. Un vacío. Una nada. Y se pregunta, en el fondo, qué se siente cuando la música te hace sentir algo, qué es esa magia que para él está tan lejos.

No es que no la oiga. No es que no la entienda, la estructura, la complejidad matemática de sus acordes y sus cadencias. Es solo que la belleza, esa oleada que eleva al espíritu, nunca llega a su puerto. Para él, una sonata de Beethoven es tan solo una secuencia de sonidos organizada, tan interesante como el código de una computadora, pero carente del fuego vital. Siente el eco de un vacío que se extiende a través de la sala, a través de todas las salas donde la gente baila y canta, donde la música es el lenguaje de un corazón compartido, pero él permanece fuera de ese círculo, un espectador en una obra que no puede comprender. Se le escapa, como la arena entre los dedos, esa conexión primordial. Esa íntima conversación entre el sonido y el alma. Y a veces se siente solo en ese silencio, un turista en su propia especie, un alienígena en una tierra de melodías.

Existen datos. Hay una explicación para esto. El estudio de la Universidad de Barcelona lo demuestra. Se llama anhedonia musical específica. Es una condición que afecta a una pequeña parte de la población mundial, un fenómeno que desafía la creencia de que la música es un lenguaje universal del alma. Las personas con esta condición procesan el sonido de manera normal, son capaces de percibir el tono, el ritmo y la melodía. Pero el circuito cerebral de recompensa, ese sistema biológico que se activa con el placer y la anticipación, simplemente no se enciende con la música. El sonido no libera la dopamina, ese neurotransmisor del bienestar que nos hace sentir bien. La respuesta al chocolate o a la caricia de la piel sí existe, pero la respuesta a la sinfonía, no. Es una desconexión. Un cable roto en el sistema de placer. Es una cosa física. No es un capricho.

Quizás es tan solo un pequeño fallo en el vasto entramado de nuestro ser. Un hilo que no se anudó como los demás. Pero ese hilo, que no conecta con la emoción sonora, sí conecta con la soledad. Y, sin embargo, nos muestra la fragilidad de nuestra experiencia. El gran, intangible río de la música, que para tantos es la banda sonora de su existencia, para otros es solo un rumor lejano. Esta condición, en su frialdad científica, nos enseña algo fundamental sobre nosotros mismos. Nos recuerda que no todos habitamos el mismo mundo sensorial, y que la empatía no es solo entender la pena o la alegría, sino también comprender el vacío, la ausencia. Nos enseña a valorar el oído ajeno, el éxtasis del otro. Porque al final del día, todos vivimos en realidades diferentes. Y la música, en su ausencia para algunos, nos recuerda que el verdadero consuelo no está en el sonido, sino en la comprensión de la intimidad del silencio del otro, en el reconocimiento de una experiencia que, aunque no compartida, merece ser escuchada con el corazón.