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El Plan y la Tierra Quemada

Los hombres hablan de mapas. Nosotros hablamos del polvo. 

No hubo gran ceremonia. No hubo discursos televisados ni firmas pomposas en mesas de caoba. Los planes de esta naturaleza se anuncian a través de comunicados de prensa, en la voz monocorde de un funcionario que lee de una hoja de papel. Un plan para Gaza. Un documento que hablaba de logística, de seguridad, de reasentamiento. Palabras frías para un problema caliente. La premisa era simple, y brutal: desplazar a todos sus habitantes. No un poco. No a la mitad. A todos. No por la fuerza, decían los cables de noticias. Era un "incentivo". Una "opción". Unas palabras que se sentían como una patada en el estómago para cualquiera que hubiera caminado sobre esa tierra.

Estuve allí. Estuve cuando el sol caía sobre las ruinas y la gente buscaba sus hogares entre los escombros. Estuve cuando los niños jugaban al fútbol en la tierra quemada de lo que solía ser una calle. La gente allí no tenía posesiones. Tenían sus recuerdos, y la tierra bajo sus pies. Decirles que se fueran, que se movieran, no era una opción. Era un destierro.

Un corresponsal de Washington me explicó los detalles del plan. Le costaba decirlos en voz alta. Había una "administración fiduciaria" que se haría cargo de la Franja. Durante una década. Había fondos, había promesas de una vida mejor. Los mapas que nos mostraba eran limpios, con líneas bien definidas. Se veían bonitos. Pero no tenían el olor a humo. No tenían el sonido del llanto. No tenían el peso de una familia que ha perdido todo, salvo el lugar donde siempre ha vivido.

Pensé en los viejos, en los que habían visto el mar de Gaza desde que eran niños. Pensé en las mujeres que habían plantado olivos con sus propias manos. Pensé en los niños que solo conocían el sonido de los drones y la sombra de los edificios destruidos. ¿A dónde irían? ¿Adónde podría uno llevar el recuerdo de un hogar que ya no existe? Los planes se hacen en oficinas con aire acondicionado. La vida se vive en el polvo.

Los periodistas que estábamos en el lugar no teníamos que leer el plan para entenderlo. Lo veíamos en los ojos de la gente. El miedo no era nuevo. El miedo era un compañero constante. Pero este era un miedo diferente. Este era el miedo de la desaparición total. De que todo lo que uno ha sido, todo lo que uno ha vivido, sea borrado del mapa. El plan no era una solución. Era una limpieza.

Vi a una anciana sentada en lo que solía ser su puerta. Su mirada estaba perdida en la distancia. Estaba mirando hacia el oeste, hacia el mar que la había visto nacer. No le pregunté su nombre. No necesité hacerlo. La vi y entendí todo lo que el plan ignoraba. La historia no se borra. La identidad no se negocia. Y un pedazo de tierra no se entrega. Se lucha por él, hasta que ya no queda nada.

El plan era una pieza de ajedrez en un tablero global. El peón era el pueblo. Y el juego era la paz. Pero no hay paz sin justicia. No hay paz sin hogar. Y no hay paz cuando la solución propuesta es la desaparición. Y ahí, bajo el sol implacable, el plan parecía una fantasía cruel, un espejismo que brillaba en la distancia, pero que no traía agua, sino más arena y más sed. Era un camino a ninguna parte.