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El Grito del Silencio:

 

 La cultura de la cancelación y la tiranía del algoritmo

Por El Gato Negro 


"Hemos cambiado la hoguera por el hashtag, la Inquisición por el timeline. Y en el gran teatro de la moral, todos son jueces, verdugos y, eventualmente, víctimas."

Parece ser que en la aldea global, donde el algoritmo es el nuevo señor feudal, la única moneda de cambio que realmente importa es la indignación. No es un grito de protesta, es un chillido bien coreografiado, un espectáculo de masas donde la turba digital, armada con el teclado, se lanza contra la figura pública del día. Y todo esto, por supuesto, en nombre del progreso y de la justicia. La paradoja es deliciosa: en un mundo que celebra la diversidad, la única diversidad que se tolera es la del color de las opiniones que son idénticas a las nuestras. La blusa mazateca que una cantante usó, las sandalias de un diseñador con una comunidad oaxaqueña: son más que simples errores de marketing, son casus belli. Son la excusa perfecta para que la masa se sienta moralmente superior por unos minutos, hasta que el próximo objetivo aparezca en su feed. Y el algoritmo, el gran titiritero, lo sabe. Premia la indignación con visibilidad, recompensa el linchamiento con engagement.

En esta nueva versión del teatro de la vida, el guion es siempre el mismo. Primero, la transgresión. Segundo, la acusación, a menudo por una pequeña minoría que encuentra su voz en la cámara de eco de las redes. Tercero, la escalada. Los medios tradicionales, siempre ávidos de una buena historia, toman la mecha y la convierten en una hoguera. Cuarto, el escarnio público, donde la vida de una persona es desmembrada y analizada por una horda de extraños que no conocen la diferencia entre una opinión y un hecho. Y quinto, el silenciamiento. El objetivo, ya sea un artista, un político o un ciudadano común, es silenciado, su reputación destruida, su carrera en ruinas. Y todo esto, sin un juicio, sin un jurado, sin un derecho a réplica que no sea inmediatamente respondido con una lluvia de insultos y amenazas. Es una democracia pervertida, una donde el poder no lo tiene el pueblo, sino el enjambre.

La censura ya no viene de un gobierno totalitario, con un dedo en el botón de la network. Viene de nosotros mismos. Nos hemos convertido en los guardias de nuestra propia prisión, vigilantes del discurso que hemos decidido que es aceptable. Y en este clima de miedo y autocensura, ¿qué tipo de arte se crea? ¿Qué tipo de ideas se comparten? Un artista no puede pintar sin un comité de revisión de la sensibilidad. Un comediante no puede hacer un chiste sin que este sea analizado por una legión de ofendidos. La ironía se ha vuelto un lujo, la sátira una imprudencia. El resultado es un discurso plano, sin aristas, pasteurizado para que no ofenda a nadie, pero al final, sin nada que decir. Es el triunfo de la mediocridad, la victoria del silencio sobre la voz.

En un mundo que ha prometido la libertad a través de la tecnología, hemos descubierto que la tiranía puede ser mucho más sutil. No se impone con bayonetas, sino con likes y shares. Y en el fondo de todo, el algoritmo, una criatura sin moral ni alma, que solo busca una cosa: nuestra atención. Y la obtiene, cada vez que nos indignamos, cada vez que nos unimos a la turba, cada vez que creemos que estamos cambiando el mundo cuando, en realidad, solo estamos alimentando a la máquina. El grito de protesta se ha convertido en un grito del silencio, un eco vacío que solo sirve para recordarnos que ya no tenemos voz.