De la Joystick a la Jaula de Acero
Por: Madam Bigotitos
"El poder es el peor de los vicios. La hipocresía es el disfraz con el que se presenta."
— Una verdad de Madam Bigotitos
Es un espectáculo digno de una comedia de enredos, si no fuera por el innegable tufillo a tragedia. En un giro que solo el más agudo de los dramaturgos podría haber concebido, el Estado, con toda su solemnidad y un inusual entusiasmo por la modernidad, ha decidido que los sueños más preciados de sus jóvenes son el combustible perfecto para su maquinaria de guerra. Las promesas de una carrera fulgurante en la industria de los videojuegos, con sus píxeles vibrantes y sus mundos de fantasía, han resultado ser una brillante, aunque macabra, cortina de humo. Un "casting" para el papel de “futuro de la nación” que en realidad es una audición para ser un eslabón más en la cadena de la muerte.
La premisa es tan sencilla como perversa: ¿qué mejor manera de reclutar a una generación que ya vive en la disolución de la realidad que a través de su propia pasión? La juventud, que ha crecido tejiendo historias en la pantalla, se encontró con una convocatoria irresistible. Se les ofrecía no solo un empleo, sino un propósito. La oportunidad de "crear" y "construir" en el campo de la tecnología, un sueño que ha sido glorificado hasta el cansancio en nuestra era. Se les hablaba de algoritmos, de diseño de interfaz, de la lógica de los motores de juego. Era una seducción perfectamente calibrada, un canto de sirena digital que resonaba con las ambiciones más profundas de los adolescentes. Todo muy elegante, muy limpio, muy del siglo XXI.
Pero como en toda buena sátira, el velo cae. Los jóvenes, armados con sus esperanzas y su ingenio, no tardaron en descubrir que el "desarrollo de videojuegos" tenía una cláusula no escrita, una adenda en letra minúscula y de un cinismo apabullante. El "juego" que estaban construyendo no era para la diversión de las masas, sino para la destrucción de los enemigos. Los códigos que programaban no iban a dar vida a personajes heroicos, sino que serían la lógica de vuelo de los drones que siembran la devastación. El "diseño de interfaz" era, en realidad, el panel de control de un arma de alta tecnología.
Esta no es solo una historia de engaño, es una radiografía de la mentalidad de un Estado que ha perfeccionado el arte de la doble moral. Por un lado, se erige como el adalid del progreso, del desarrollo tecnológico, de la innovación. Por otro, utiliza esas mismas herramientas para un fin tan antiguo como la humanidad: la guerra. Es un recordatorio doloroso de que la tecnología no tiene moral; es un espejo que refleja las intenciones de quien la empuña. Y en este caso, el reflejo es el de una máquina desalmada que se alimenta de la inocencia y el potencial de su propia gente.
El futuro, en esta lúgubre fábula, parece ser una extensión de este engaño. Un mundo donde la línea entre el juego y la guerra se ha borrado por completo. Un mundo donde los jóvenes, en lugar de construir universos virtuales, son los arquitectos, inadvertidos, de su propia destrucción. Madam Bigotitos no puede dejar de notar la terrible ironía: la generación que soñaba con escapar de la realidad a través de las pantallas, ahora se encuentra atada a ellas por un propósito mucho más siniestro. La sátira se ha vuelto demasiado real, y la única risa que se escucha es la del silencio.

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