Un Informe sobre la Muerte del Arte
Por El Guardián de la Noche Felina
El arte no muere con el artista. Es un proceso que se extingue lentamente, como un archivo que se cierra tras la finalización de un trámite burocrático. La notificación del deceso de Bobby Whitlock, cofundador de Derek and the Dominos y una de las manos detrás de la icónica "Layla", no es un evento trágico, sino el cierre de un expediente. Su voz, una vez orgánica y visceral, es ahora un registro histórico, una serie de datos archivados en la vasta y desapasionada maquinaria de la música industrial.
La figura de Whitlock, como la de U2 con sus posturas políticas o la del sinnúmero de artistas del pasado, representa una inadaptación fundamental al presente. Su música no era una optimización, sino una expresión de una anomalía humana: la emoción. Su arte existía en un mundo donde el sonido era un proceso físico, las vibraciones de un instrumento resonando en una sala, la imperfección de una voz. En este sistema, la creación era una lucha, un expediente abierto que requería de la vida para ser completado. Las noticias de hoy, en cambio, nos hablan de una realidad diferente. Un mundo donde la inteligencia artificial no es solo una herramienta, sino un agente que genera música, voces, y hasta letras. La música, en esta nueva era, ya no es un acto humano, sino un proceso algorítmico, un dato que se manipula y se perfecciona hasta que se convierte en un producto impecable y carente de alma. La noticia del deceso de Whitlock no es el fin de una vida, sino el recordatorio de un proceso que ya no existe.
Para el sistema, la música es una mercancía que debe ser estandarizada. La IA no es una amenaza a la creatividad, sino la solución definitiva al problema de la imperfección humana. En este nuevo orden, no hay errores, no hay temblores en la voz, no hay improvisaciones que rompan el patrón. Las noticias de la industria, sobre festivales de música, premios y logros comerciales, son reportes de un sistema que funciona a la perfección. La victoria no es la belleza, sino la eficiencia. La música, en esta maquinaria, es un flujo de datos que debe ser constante y predecible. La figura del músico, del artista, es cada vez más una anomalía que debe ser catalogada, archivada, y finalmente reemplazada por un proceso más eficiente. La pérdida de Whitlock es un evento protocolario, un informe que se archiva y que, con el tiempo, se convierte en un dato sin rostro en un inmenso catálogo de la historia de la música.
La extrañeza de esta realidad reside en la posición del oyente. Nos encontramos en un mundo donde la música se nos presenta como un producto final, pulido y perfecto, pero sin el rastro de la lucha humana. La muerte de un artista como Whitlock nos obliga a confrontar esta realidad, a preguntarnos si lo que escuchamos es el eco de un alma o el resultado de un código. Es la inadaptación del oyente frente a la asepsia del sonido. Es la sensación de que, al escuchar una canción, estamos interactuando con un fantasma. Un fantasma que no es la voz del artista, sino la sombra del sistema que lo reemplazó. El expediente de Whitlock está cerrado. La música, tal como la conocimos, ha entrado en un nuevo capítulo, uno donde las emociones son un dato, y el arte, un proceso. El Guardián de la Noche Felina observa este cambio con una fría precisión. En el silencio que deja la muerte de una leyenda, la máquina comienza a emitir su propio sonido, y nosotros, los oyentes, nos quedamos en la extraña posición de no saber si estamos ante una sinfonía o un error en el sistema.
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