El Despertar del Titán de Fuego
“Toda creación es, a su manera, una erupción. Y en el corazón de toda destrucción, el mundo se renueva a sà mismo, como un fénix que arde para volver a nacer de la ceniza.” — El Maestro del Fuego y la Ceniza
Hay momentos en que la tierra, esta silenciosa y paciente madre de la vida, se cansa de susurrar. Y cuando habla, lo hace con una voz de fuego y trueno, con una garganta que ruge y escupe lava. En el corazón del PacÃfico, el Kilauea ha despertado de nuevo. Pero no ha sido un simple despertar, no. Ha sido el de un titán, el de una fuerza primordial que durante doce horas ha recordado al mundo su verdadera naturaleza: la de un ser vivo, con su propia voluntad, su propia furia y su propia belleza.
No es un suceso noticiable. Es un drama en tres actos. El primer acto es la grieta, esa herida abierta en la piel del planeta por la que comienza a sangrar la sustancia misma de la creación. Es un murmullo que se convierte en un suspiro y luego en un rugido. Es el prefacio a un espectáculo de luz y muerte.
El segundo acto es la lava misma, que surge como una cascada de oro fundido, lenta pero imparable. No es un rÃo de fuego; es la sangre hirviente de la tierra, la fuerza que esculpe montañas y borra todo lo que se interpone en su camino. Es la destrucción con un propósito, el acto de borrar lo viejo para hacer espacio para lo nuevo. En cada chispa que se eleva, en cada ola de magma que se solidifica, se puede ver la dualidad de la existencia: la belleza brutal de la creación y la frialdad implacable de la destrucción. La lava no perdona, pero tampoco olvida. En su avance, deja un rastro de ceniza que se convertirá en la cuna de un nuevo suelo.
Y el tercer acto es el silencio que le sigue, una vez que la furia ha cedido. La ceniza se asienta, el calor se disipa y lo único que queda es un paisaje nuevo, de un negro brillante, de un oro oscuro. Es un silencio preñado de significado, la calma que sucede a la tempestad. Es el momento en que la tierra, exhausta de su propia pasión, descansa. Y el hombre, que ha sido un simple espectador de este milagro, se queda mudo, humillado por la escala de este poder, y recordado de su propia insignificancia.
Este volcán no es un simple accidente geológico. Es un poema, un drama en el que la Tierra se proclama a sà misma, un recordatorio de que bajo el asfalto de las ciudades y la tranquilidad de los jardines, el corazón del planeta sigue latiendo con una fuerza que, si se despierta, nos hará arrodillarnos.
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