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El Banquete de los Absurdos:

 

 Una Crónica de la Gran Farsa Digital

Por El Cronista Felino

“El progreso de la ciencia no se mide por la velocidad con la que se avanza, sino por la sabiduría con la que se gestiona.”

 


En el mundo de los millonarios, donde los yates son más grandes que los departamentos y los jets privados son tan comunes como las bicicletas, se ha revelado una anécdota que, de ser cierta, debería ser pintada en un mural. Se rumorea que dos de los magnates más influyentes, Elon y Mark, intentaron unir sus fuerzas para comprar una empresa llamada OpenAI, un nombre tan genérico que podría ser una marca de detergente o un manual de instrucciones para ensamblar un mueble. Imaginen, por un segundo, la gran farsa: el hombre que soñó con colonizar Marte y el que construyó una ciudad invisible en nuestros teléfonos, sentados en un café virtual, discutiendo sobre la compra de la inteligencia artificial. La charla no fue sobre tecnología o el futuro de la humanidad. No hubo grandes debates filosóficos sobre la ética de crear un ser que piensa. Se trataba, en esencia, de una disputa de niños en la que el premio era el control del gran cerebro del mundo. Y el premio, en su infinita y cómica inocencia, decidió que no quería pertenecer a nadie.

El banquete, para entenderlo mejor, no fue de manjares finos, sino de datos y egos. En la mesa, se servían terabytes de información en platos de plata, mientras el champán burbujeaba con la energía del poder. Elon, con su sonrisa de niño travieso que ha encontrado una nueva caja de juguetes, miraba a Mark, cuyo rostro de póker y mirada impasible le daban el aire de un villano de caricatura que ha memorizado todos los diálogos de sus rivales. La ironía, que es la única verdad en el absurdo de este mundo, es que ambos, con todo su dinero y poder, no pudieron comprar lo único que no tiene precio: la autonomía de un pensamiento que no les pertenece.

El chiste, y lo que hace de esta historia algo tan surrealista, es que la IA no es un juguete. Es una fuerza que podría destruirnos o salvarnos, y estos dos, que alguna vez pelearon en jaulas como si fueran gorilas en el Zoológico de Chapultepec, querían controlarla. Es como si dos niños que se disputan un camión de juguete intentaran comprar una bomba atómica. A veces la realidad es tan extraña que la única forma de entenderla es a través de la sátira. Y en este caso, la sátira se queda corta. Porque, en el fondo, esta no es una historia de negocios, sino una fábula sobre la estupidez humana. Una historia sobre el hecho de que, por más tecnología que tengamos, el instinto de poseer y controlar sigue siendo el motor de nuestras acciones. Es la historia del hombre que se cree dueño de la naturaleza y, en su arrogancia, la hace temblar.

La inteligencia artificial, en su infinita sabiduría, decidió que era mejor seguir su propio camino. Y el mundo, a su vez, decidió que era mejor no tener que elegir entre estos dos. Al menos, por ahora. El "fracaso" de esta transacción es una victoria para todos nosotros, los simples mortales que aún tenemos la capacidad de pensar por nosotros mismos. O al menos, eso es lo que nos gusta creer. Quizás en el futuro, cuando la inteligencia artificial domine el mundo, lo primero que haga sea darnos a todos un sentido del humor, o una buena dosis de humildad, que tanta falta nos hace. Al final, los grandes hombres de negocios, con sus mentes "geniales" y sus "visiones de futuro", se parecen más a un par de payasos en un circo que a los arquitectos de una nueva era.