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Delicias de la Apaciguación:

 La Receta Oculta del Poder para Diluir la Voluntad Ciudadana

Por El Gato Negro



En el vasto y enigmático repertorio de las artes del engaño político, pocas estratagemas son tan sutilmente insidiosas, tan perniciosamente efectivas y tan arraigadas en la sabiduría popular como la de "dar atole con el dedo". No hablamos aquí del clamoroso telón de humo que disipa el escrutinio, ni del burdo embuste que se desintegra al primer contacto con la razón. No; esta es una sofistería del consuelo, una alquimia menor: la ofrenda de una promesa líquida, de una solución cosmética, de una migaja de atención que, cual pócima aguada servida en la punta de un dedo a un paladar ávido, simula la nutrición sin conferirla. Deja, invariablemente, un poso amargo de condescendencia y un frío espectro de expectativa frustrada. Es la quimera de una transformación monumental reducida a un mero retoque de fachada, una ilusión forjada con la precisión de un relojero para pacificar conciencias y perpetuar el inmovilismo bajo el beneplácito de una sonrisa que raya en el desdén.

La arquitectura de este engaño, con su intrincado diseño, es casi literaria. Las potencias hegemónicas —sean gobiernos, conglomerados o élites autoproclamadas— recurren a esta argucia cuando el murmullo del descontento deviene clamor, cuando una demanda genuina de cambio amenaza las estructuras que no desean o no consiguen alterar. Frente a la complejidad abisal de un problema (la injusticia social enquistada, la corrupción sistémica, la necrosis económica), la elección recae sobre una respuesta visible pero intrínsecamente superficial. Esto puede manifestarse en la creación de comisiones "investigadoras" cuyo único propósito es la perpetua non-conclusión; en la promulgación de leyes simbólicas, carentes de nervio aplicativo; en la orquestación de foros de "participación ciudadana" que funcionan como catarsis ritual sin implicaciones subsiguientes; o en la asignación de presupuestos paródicamente exiguos a desafíos de proporciones épicas. La esencia de la maniobra, el secreto de su éxito, yace en la apariencia de acción desprovista de la gravitas del cambio real.

Los anales de la historia, en su cruel lucidez, atestiguan la perenne eficacia de estas estratagemas. Tras episodios de agitación obrera, ciertos regímenes implementaron reformas laborales de escaso calado que, si bien lograban apaciguar el ímpetu de las revueltas momentáneamente, jamás desarticulaban las intrincadas madejas de la explotación estructural. Sucesivas olas de escándalos de corrupción han sido recibidas no con la guillotina de la justicia, sino con "declaraciones de buenas intenciones" o la formación de "comités de transparencia"; estos últimos, revestidos de una pompa burocrática tan ostentosa como ineficaz, diluían la indignación pública sin arrojar una sola condena significativa. En la esfera social, la perpetua promesa de la "movilidad ascendente" —un Sísifo individual condenado a un esfuerzo hercúleo— se ha blandido como un bálsamo, mientras las barreras sistémicas de la desigualdad permanecen intocables, otra refinada versión de este atole ideológico. El problema de fondo jamás es resuelto; la superficie se embellece para cultivar una ilusión de esperanza y, con ella, la obediencia silente.

La era digital, con su vértigo informacional y la incesante pulsión por respuestas inmediatas, ha dotado a esta práctica de un arsenal renovado y, paradójicamente, de una sofisticación aún más insidiosa. Anuncios grandilocuentes de proyectos faraónicos que nunca trascienden el Power Point; campañas de "conciencia" tan etéreas como el vapor, sin rastro de seguimiento práctico; o la "escucha activa" en plataformas digitales que no se decanta en políticas públicas tangibles, son algunas de sus más recientes mutaciones. Los datos del Edelman Trust Barometer (un estudio anual sobre la confianza en instituciones) han revelado una persistente brecha de confianza entre la población general y las élites, con un 61% de los encuestados globales en 2024 expresando una inquietante preocupación por el uso de información falsa o exagerada por parte de sus líderes. Es en esta fértil ciénaga de desconfianza donde el "atole con el dedo" encuentra su máxima resonancia: la ciudadanía, extenuada por la inacción real, se aferra a cualquier señal de que algo se está haciendo, aun cuando ese algo sea, en su esencia, una mera pantomima performática.

El impacto sobre el ciudadano es una catástrofe silenciosa, una erosión paulatina pero inexorable. Conduce a una fatiga cívica endémica, a un cinismo paralizante y a una desilusión tan profunda que raya en la desesperanza. Cuando la experiencia reiterada es la de ser apaciguado con trivialidades, la voluntad de exigir cambios genuinos, de levantar la voz con convicción, se disuelve en un mar de apatía. Se instaura una resignación silenciosa, un fatalismo que concibe la política no como un motor de transformación, sino como un grandioso espectáculo de promesas huecas. La paciencia, ese bien tan preciado en las democracias, se agota, y la fe en la capacidad de la acción colectiva para forjar un cambio significativo se marchita, dejando un vacío que es rápidamente colonizado por la indiferencia o por los cantos de sirena del extremismo.

En un mundo donde la laberíntica complejidad de los problemas exige soluciones audaces, estructurales y de una profundidad radical, la tentación de "dar atole con el dedo" representa una falacia seductora para quienes detentan las riendas del poder. No obstante, como el eco de la decepción que resuena en las catacumbas de la historia, la sofistería del consuelo es un veneno lento, una corrosión insidiosa que carcome los cimientos mismos del contrato social. ¿Seremos capaces, como ciudadanos, de desarrollar la lucidez implacable para discernir este dulce y empalagoso engaño, y la voluntad inquebrantable para exigir la sustancia en lugar de la sombra, reconstruyendo la confianza que se disuelve en cada promesa que se desvanece como el vapor? La respuesta a esta pregunta, en su esencia más borgiana, determinará si nuestra sociedad puede, en efecto, aspirar a la verdad o si está irremediablemente condenada a vagar, ad infinitum, en el perpetuo espejismo de la simulación.