EL TRAIDOR OCULTO EN EL PODER: LA SOMBRA DE LA SANCIÓN

En la frontera donde el poder y el crimen se entrelazan, el Departamento del Tesoro de EE.UU. revela una verdad incómoda: una diputada, un eslabón en la cadena de un cártel, ha sido desenmascarada.

En el gran teatro de la política, donde los focos y las promesas maquillan la realidad, de pronto, una pequeña falla en el guion. Un murmullo se hace eco, un rumor que huele a azufre y traición. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos, un ente tan frío y metódico como un cirujano, ha extraído un apéndice gangrenado del cuerpo político mexicano: 22 empresas y personas, todas conectadas al **Cartel de Sinaloa**, han sido congeladas. Y entre los nombres, como un chiste macabro del destino, resplandece el de una diputada de Morena, Hilda Araceli Brown Figueredo, quien ha sido señalada de haber recibido sobornos y facilitar operaciones criminales en la zona costera de Baja California.


Es la misma obra de siempre, pero con un elenco diferente. Aquellos que juran lealtad al pueblo y enarbolan la bandera de la Cuarta Transformación, de pronto se ven envueltos en un vodevil de lavado de dinero y complicidad. La Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro no usa metáforas ni dobles sentidos; sus acciones son claras: el bloqueo de activos es una sentencia, una acusación que se materializa en la imposibilidad de operar en el sistema financiero de Estados Unidos. Una condena en la que el dinero es el primer testigo y el silencio, el segundo.



La diputada, una vez alcaldesa de Playas de Rosarito, ahora figura en la lista negra de un gobierno extranjero, señalada por supuestos vínculos con una facción conocida como "Los Mayos". La narrativa oficial de su partido se desmorona ante los hechos; las promesas de un país más limpio y una política más honesta se revelan como parte de una farsa bien montada. La ironía no se pierde en la traducción: los mismos que prometieron acabar con la corrupción, parecen estar sentados a la mesa con ella.


El acto no es nuevo, pero la desfachatez es cada vez más alarmante. ¿Qué papel interpretan los políticos cuando los reflectores se apagan? ¿El de guardianes de la ley o el de cómplices silenciosos en la farsa criminal? Las autoridades mexicanas han respondido, aunque con la cautela de quien camina sobre brasas. La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) ha anunciado que revisará la información, un gesto que en el gran teatro de la política a menudo significa “esperemos a que la atención se desvíe”.

La ironía de este escenario no es que el crimen haya penetrado el poder, sino que el poder se ha convertido en una extensión del crimen.

La diputada en cuestión, ya no es una simple representante del pueblo. Es, en el tablero de ajedrez geopolítico, una pieza más del cártel, una torre o un alfil movido con la misma impunidad que se maneja un fajo de billetes. Las sanciones, a pesar de su lenguaje burocrático, son una acusación con todas sus letras: el dinero, las empresas, la influencia, todo ha sido un teatro de sombras para legitimar lo ilegítimo. Las acusaciones de sobornos, el control de la zona costera y el presunto lavado de dinero no son solo titulares; son fragmentos de una narrativa más oscura, la historia de cómo las instituciones son corrompidas desde dentro.

En este circo de dos pistas, donde los criminales se visten de legisladores y los legisladores actúan como criminales, solo queda una pregunta flotando en el aire, una que nos interpela a todos: 



¿Cuándo la línea entre el poder y el crimen se borra por completo, quiénes son los verdaderos titiriteros en esta farsa?

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