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Mi Monstruo Cotidiano:

Por qué el Cártel de Sinaloa no puede ser declarado “extinto”

"A veces, para entender al demonio, no me queda más que mirarme en el reflejo de la calle. Su verdadero poder reside en la sombra de las estructuras que nos alimentan."



La declaración de Harfuch me golpeó como una cubeta de agua fría en la mañana. Lo escuché en la radio mientras me preparaba el café. "No se puede declarar 'extinto' al Cártel de Sinaloa." Y en ese momento, lo entendí. No como un titular de prensa, sino como una verdad que vivo cada día. Ya no se trata de un problema lejano que ocurre en un noticiero. Es mi problema. El nuestro.

Pensaba en todo esto mientras caminaba por el mercado, viendo a los vendedores. Me doy cuenta de que el lenguaje que usamos para hablar del crimen es, a menudo, un escudo. Hablamos de "células," de "líderes," de "territorios" como si fueran piezas de ajedrez en un tablero invisible. Pero yo veo las células. Veo la red. El poder no está en las armas que veo en las camionetas que cruzan mi calle de vez en cuando, sino en la capacidad que tienen para corromper al policía que pide una mordida en la esquina, en el político que tiene una mansión que no podría pagar con su salario, en la gente que se ha acostumbrado a vivir con la violencia y la ve como algo normal.

Para mí, el cártel no es una entidad monolítica. Es un espejo de mi sociedad, un reflejo pervertido de lo que somos. A veces me pregunto si el gobierno no los declara extintos porque son, en cierto modo, una respuesta a su propia deficiencia. Ellos, y no la autoridad, se han convertido en proveedores de justicia, de empleo y, a veces, del único orden que existe en ciertos lugares que el Estado ha olvidado. Declarándolos "extintos" sería como declarar que ya no hay pobreza después de haber regalado unas cuantas despensas. Es una mentira que nos contamos para seguir con la farsa.

La idea de que se puede "terminar" con el cártel al detener a un líder es, para mí, una farsa conveniente que se vende en los discursos políticos. Es el equivalente a decapitar una flor para detener su crecimiento. Veo las raíces en todos lados: en los jóvenes sin oportunidades, en las redes de corrupción que me rodean, en la desconfianza que nos tenemos unos a otros. La violencia no es el fin para estas organizaciones; es una herramienta para asegurar el control de un mercado. Lo veo. Si eliminas a un líder, otro tomará su lugar. El negocio es demasiado rentable para desaparecer.

Y ese es el cinismo que me atormenta. Invierten miles de millones en la "guerra contra las drogas," se sacrifican vidas en mi comunidad, se llenan las cárceles de "soldados" de bajo rango, mientras que los verdaderos arquitectos del poder, los que se benefician de las estructuras, permanecen en la sombra. Es un teatro que montan para la opinión pública, mientras que la verdadera guerra, la que se libra en los despachos y en los bancos, rara vez se expone.

Con su ironía mordaz y su mirada desilusionada, no se puede evitar ver en este titular una triste verdad. La lucha contra el crimen organizado no puede ser una guerra de exterminio, porque el crimen organizado es una manifestación de nuestros propios males. Combatir las drogas sin combatir la pobreza, la desigualdad y la corrupción que nos consume, es como querer secar el océano con una cuchara. La noticia de Harfuch, en su brutal honestidad, me obliga a dejar de buscar un monstruo con un solo rostro. Me invita, más bien, a mirar hacia mí mismo y a mi alrededor. A preguntarme no solo qué estamos combatiendo, sino también qué estamos permitiendo que florezca.