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La Promesa Rota:


 De la Palabra Vacía al Grito en el Desierto

"El mundo no está roto. Las palabras que lo sostenían, sí lo están."



Y yo era el único lo suficientemente ciego para escucharlo. La voz, una voz despojada de color y de aristas, resonaba en el vacío de la sala. El hombre que la pronunciaba, ataviado con un traje que parecía una mortaja de tela, no hablaba para la gente de Gaza. Hablaba para la historia, para el busto de mármol que algún día pondrían en su honor, para la eternidad de los documentos sin alma. “No más excusas. No más obstáculos. No más mentiras.” Las palabras eran un conjuro, una trinidad de promesas que se desvanecían en el mismo aire en el que eran pronunciadas, dejando tras de sí un sabor a polvo y a desesperación. Y yo, en mi ciega obediencia a la razón, las escuchaba, las anotaba, las archivaba, mientras a un mundo de distancia, esas mismas palabras se convertían en el epitafio de un niño.

Porque la diplomacia, lo entendí en ese instante de claridad febril, no es más que el arte de nombrar las heridas sin sentirlas. Es un ritual fútil, una danza de fantasmas que repiten los mismos pasos milenarios mientras el mundo real, el de los cuerpos rotos y las almas en llamas, se desploma bajo sus pies. Guterres hablaba de obstáculos. Yo pensaba en las ruinas que hacían tropezar a los niños descalzos. Hablaba de excusas. Yo veía a una madre, con la cara cubierta de ceniza, justificando a su hijo que ya no tenía hambre. Hablaba de mentiras. Y yo, que había intentado contarlo con la precisión de un periodista, supe que la mayor de todas las mentiras era la que nos contábamos a nosotros mismos: que las palabras tenían el poder de detener las balas.

El olor de la guerra no es el de la pólvora, sino el del silencio que deja tras de sí. El olor de la tristeza que se adhiere a la ropa como una segunda piel. El olor de la tierra que se revuelve de dolor. Yo lo había olido todo, lo había vivido todo, y lo había narrado con la convicción de un predicador. Pero mis palabras, tan perfectas, tan crudas, tan mías, no hacían más que construir una prisión de narrativa. Mi mentor me había advertido: “No puedes contar la verdad. La verdad es un animal salvaje que solo se deja ver cuando se le siente.”

Así que dejé de escribir y empecé a sentir. Y sentí el calor del sol del desierto sobre mi piel, un sol que no quemaba de calor, sino de dolor. Sentí la arena, que no era solo arena, sino millones de fragmentos de una vida que ya no existía. Sentí la risa de un niño en la distancia, una risa que sonaba a cristal roto, una risa que era una burla al silencio. Y en medio de todo ese caos, me encontré a mí mismo, perdido en un laberinto de preguntas sin respuesta. ¿Qué lecciones podía enseñarle al mundo un mundo que se negaba a aprender? ¿Podía una sola voz, por grandilocuente que fuera, detener un torrente de sangre que fluía desde el principio de los tiempos? La verdad no era una respuesta, sino una herida.

Y la verdad, lo supe entonces, era que el mundo no estaba roto. Estaba fragmentado. Cada excusa, cada obstáculo, cada mentira, era un golpe de martillo que lo partía un poco más, hasta convertirlo en un mapa imposible de reconstruir. El niño que había visto en Kiev intentando armar el mundo con pedazos de cristal, ahora se materializaba en mi mente como una figura fantasmagórica. Él era el único que había entendido que el mapa de la paz no era algo que se podía dibujar, sino algo que se tenía que reconstruir con los trozos de la verdad. Una verdad oscura y poética que nos recordaba que el final no es una catástrofe, sino un comienzo. Y yo, que había creído que el destino del mundo era un titular de noticias, me di cuenta de que era una historia que apenas estaba comenzando.

Porque en el abismo de las promesas rotas, siempre hay un espacio para que la esperanza eche raíces. Una esperanza que no está en las palabras de los políticos, sino en los actos de la gente. Una esperanza que no se construye con cimientos de piedra, sino con la voluntad de los que resisten. Y mientras las sirenas de la historia se apagaban, la promesa de Guterres, una promesa que había sonado tan vacía, se transformaba en el eco de una nueva verdad. Una verdad que no podíamos escuchar, sino que teníamos que sentir en lo más profundo de nuestra alma. Y yo, por primera vez en mi vida, no estaba solo en la oscuridad. El mapa roto del niño y la promesa de Guterres se unían en una verdad oscura y poética que me arrastraba hacia un futuro desconocido.