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El Relato del Observador de la Torre:

 El Canto Amargo de la Tribu

El poder no corrompe, sino que revela lo que siempre fue, y lo esconde bajo el velo de un sueño.

Hace casi un año que me instalé en esta torre, un lugar privilegiado desde donde observo el caos de la ciudad y el teatro de las ambiciones humanas. Desde aquí, las luces de los coches son luciérnagas inquietas y las calles, un laberinto sin fin por el que los hombres corren sin saber hacia dónde. Mi atención se ha centrado en un edificio en particular, una fortaleza de vidrio y cemento donde una mujer, a quien llaman la "presidenta", intenta trazar un mapa para un destino que solo ella parece ver. Ella es un faro en la tormenta, pero los marineros que la siguen cantan una canción distinta.

He observado cómo ha dedicado su primer año a corregir planos y a planear el relanzamiento, con la paciencia de quien reconstruye una ciudadela de arena que la marea de la desidia ha derribado. La veía a través de las ventanas, moviéndose con la calma de quien avanza por un camino estrecho, mientras sus compañeros, su "tribu", se afanaban en sus personales rebatingas. Sus voces no eran las de un coro armonioso, sino un clamor de egos y cuchillos, cada uno con su propio canto de guerra. Eran cantos amargos que resonaban en los pasillos de poder, una sinfonía de disonancia que ahogaba la música de la razón.

El poder, he aprendido en mi larga vida de observador, es una extraña enfermedad. No te vuelve loco, sino que te revela tus más profundas locuras. Y esta "tribu" parecía haber contraído un mal incurable. Los veía en las pantallas de los televisores, sus rostros tensos, sus palabras afiladas. No buscaban el bien común, sino la sombra del otro. No construían, sino que demolían. A veces, me quedaba dormido en la torre, soñando con el eco de sus palabras, y me despertaba con el sol en la cara, preguntándome si el caos de la noche había sido real.

Ella, la líder, intentaba en vano imponer la cordura. Era como un río que intenta fluir hacia el mar, mientras las rocas a su alrededor insisten en desviarlo hacia charcos estancados. Su relanzamiento era una promesa en el viento. Su visión, un mapa en un terreno que no dejaba de moverse. La veía en sus momentos de soledad, a través de la ventana, con la mirada perdida en la distancia, como si estuviera contemplando el fracaso de su propio sueño.

El final de este año de mandato no fue un triunfo, sino una resignación. La presidenta, con la paciencia de los sabios, pareció aceptar que el caos es parte de la naturaleza humana. Y sus compañeros, con la vanidad de los necios, siguieron luchando por un poder que, en última instancia, no les pertenece. El poder es una ilusión, una sombra que se persigue hasta el último aliento. Y yo, desde mi torre, sigo aquí. He visto a otros líderes, otras "tribus", otros cantos amargos. Y sé que, al final, la historia no es más que un ciclo que se repite, una y otra vez, hasta que la ambición se convierte en un suspiro olvidado.

He observado la historia desde las alturas, pero siempre hay una grieta, una nueva rama en el árbol de la ambición que se extiende. Y en la próxima luna llena, prometo que miraré más de cerca, para ver si los fantasmas del pasado han encontrado un nuevo cuerpo.