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Relato:

  La Sombra del Pergamino - Parte 2

Por El Inquisidor

El grito sibilante del espectro laceró el venerable silencio de la Gran Biblioteca, no como un sonido, sino como una punzada fría que atravesó la médula misma del antiguo edificio. Las sombras, hasta entonces meros espectadores pasivos, cobraron vida, estirándose como garras inhumanas desde los rincones más profundos de la sección de Crónicas Perdidas. Eran la manifestación de la entropía que el "corrector" invocaba, la disolución misma del orden.

El Inquisidor, impávido, levantó su bastón. No era una simple vara, sino una obra de arte y de propósito: madera de un árbol petrificado en las entrañas de una cueva mística, incrustada con fragmentos de obsidiana y un cristal de cuarzo pulsante en la cima. Al alzarlo, la runa protectora en su empuñadura no solo brilló; irradió una luz cálida, constante y dorada que empujó a las sombras hacia atrás, no con violencia, sino con la autoridad silenciosa de una verdad inmutable. Los glifos de tinta que el espectro había conjurado comenzaron a disiparse, evaporándose en volutas de humo acre.

"Tu libertad es la anarquía, criatura del caos," la voz de El Inquisidor era un eco grave, resonando con la convicción de siglos de custodia. "La pureza del registro es el andamiaje del cosmos. Cada verdad fundamental alterada es una fractura en la realidad."

El espectro, con un movimiento irreal, esquivó el asalto lumínico. Sus ojos, ahora dos puntos incandescentes en las cuencas hundidas, parecían perforar a Félix, buscando la esencia de su resistencia. "¡Ingenuo! ¡La realidad misma es un pergamino en blanco para el valiente que se atreve a reescribir! Los viejos dogmas deben morir para que nazcan nuevas eras. ¡La convergencia es estancamiento! ¡La divergencia es evolución!"

Mientras el espectro hablaba, su forma se volvió aún más difusa, y pareció desdoblarse en múltiples imágenes que danzaban en el límite de la percepción, cada una empuñando una pluma de obsidiana humeante. No era una ilusión simple; era una fragmentación de la realidad que buscaba confundir y desorientar, una táctica de los magos de disonancia para romper la concentración del oponente. El aire se llenó de un zumbido agudo, y el aroma a metal oxidado se intensificó, mezclándose con el olor a azufre.

Félix cerró los ojos por un instante, no en derrota, sino en una concentración casi mística. Su mente, entrenada en la lectura de los patrones del conocimiento, buscó la verdadera fuente de la distorsión. Recordó los antiguos pergaminos que hablaban de los "Ecos del Vacío", entidades que se nutrían de la duda y la alteración. Estas criaturas no podían ser combatidas con fuerza bruta, sino con la inquebrantable certeza.

Abrió los ojos. Las múltiples imágenes persistían, pero para El Inquisidor, solo una de ellas resonaba con la verdadera esencia de la amenaza. Era la que emanaba un rastro más denso de esa tinta corrosiva, la que vibraba con una frecuencia ligeramente diferente. Su bastón ya no emitía una luz difusa, sino un haz concentrado, como un láser de verdad purificada, que cortó el aire y se dirigió a la verdadera forma del espectro, ignorando sus reflejos.

El ser emitió un chillido agónico. La luz del bastón no lo quemaba físicamente, sino que parecía deshacer su propia consistencia, como si la verdad de la existencia del espectro fuera una falsedad que se desintegraba ante una realidad más pura. La pluma de obsidiana cayó al suelo con un tintineo que no era de metal, sino de cristal fracturado.

Mientras se contraía, la figura se aferró a un último acto de desafío. Con su mano fantasmal, tocó un estante cercano. Donde su dedo rozó, los lomos de los libros comenzaron a deformarse y a retorcerse, sus títulos se volvieron ilegibles, las páginas se fundieron en una masa informe y gris. Era un acto de venganza, un intento de sembrar la misma disonancia en otros volúmenes.

Pero el Inquisidor fue más rápido. Extendió su mano libre, y de la palma de su guante emanó una matriz de energía azulada, fina como una tela de araña pero resistente como el diamante. La matriz se expandió y envolvió el estante afectado, conteniendo la corrupción. El proceso de desintegración se detuvo, dejando una cicatriz de libros parcialmente fundidos, un testimonio de la virulencia del espectro.

El espectro, ahora reducido a una forma apenas discernible, intentó balbucear una última palabra, pero se disolvió en un suspiro de aire gélido, dejando solo un rastro de hollín en el suelo y el olor a azufre que se disipaba. El silencio regresó, pero esta vez, estaba teñido de una solemnidad aún mayor.

Félix se acercó al estante. Los libros salvados habían sido protegidos, pero el daño en aquellos tocados por la tinta era irreparable. Un costo. El primer asalto había terminado, pero no sin dejar una marca. Miró el Códice Lumina, todavía en sus manos. La pregunta ya no era solo quién, sino cuántos y por qué estaban dispuestos a sacrificar el conocimiento por su visión de una "verdad" alternativa. Y, lo más importante, ¿qué otros códices habrían sido "ajustados" en la inmensidad de esta o de otras bibliotecas a lo largo del mundo? La sombra del pergamino se extendía mucho más allá de Alexandria.