El espejo, en su superficie lisa y reflectante, nos devuelve una imagen aparentemente completa de nosotros mismos. Vemos el rostro familiar, la postura habitual, la apariencia que presentamos al mundo. Pero, ¿qué delata el espejo deformante de nuestras inseguridades o el cristal astillado de las traiciones sufridas?
¿Es esa totalidad lo que realmente somos?
Piénsalo por un instante. Nuestra identidad no es una placa monolÃtica, sino un mosaico de experiencias, creencias, miedos y anhelos, cada uno tallado por el cincel del tiempo y las interacciones. Somos la suma de nuestras alegrÃas fugaces y nuestras cicatrices profundas, de las palabras dichas y las que quedaron en el tintero.
Recuerdo la ilusión de invencibilidad tras aquel primer logro, un reflejo brillante que se hizo añicos con la llegada del primer revés significativo.Cada relación, cada libro leÃdo, cada error cometido, actúa como un golpe seco sobre ese espejo inicial, fragmentándolo en innumerables pedazos. Ya no vemos un reflejo único y estático, sino una mirÃada de esquirlas que brillan con el brillo frÃo de la ambición, la sombra cálida del arrepentimiento o el destello fugaz de la alegrÃa.
Intentar pegar todos los pedazos para recuperar la ilusión de una imagen única es un ejercicio fútil, casi como intentar contener la furia del océano en un cántaro. La belleza, quizás, reside precisamente en esa fragmentación, en la comprensión de que somos seres complejos y multifacéticos, capaces de albergar contradicciones y evolucionar constantemente.
No busques la totalidad en un solo reflejo. Aprende a contemplar la danza de las luces en cada uno de tus fragmentos. En ellos encontrarás la verdadera riqueza de lo que significa ser, un universo en constante expansión, un caleidoscopio de posibilidades
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